Entre avenidas cansadas, el barrio se despierta una vez mas. En las esquinas el tumulto de transeúntes espera el colectivo. Sale el sol en mi Buenos Aires querida.
Un olor a café negro e intenso inunda las veredas. Me llega desde los bares sin edad una invitación a su pócima para el despertar.
Veredas recién baldeadas, -la puta madre, me salpicó una baldosa-.
Un olor a café negro e intenso inunda las veredas. Me llega desde los bares sin edad una invitación a su pócima para el despertar.
Veredas recién baldeadas, -la puta madre, me salpicó una baldosa-.
La luz del día reverbera entre hojas de paraísos, álamos y naranjos que imprimen sombras en las calles todavía mudas. Suena de
fondo la bocina de un tren, un perro ladra, las calles se tiñen de amarillo
sol. Coghlan despierta nuevamente. Un barrio porteño, chiquito, abrazado por
Saavedra y Villa Urquiza, bosteza lleno de voces
nostálgicas que no se cansan, que murmuran desde los rincones, de paredes
gastadas y mamparas caídas, de persianas oxidadas y
carteles ancianos que todos los días vuelven a nacer incansables. Las
calles empedradas impiden circular rápido. Las veredas son anchas y añosas, repletas de macetas y jardines con flores perfumadas y espesas enredaderas que muchos
guían desde los canteros para hacerlas llegar a sus terrazas desprovistas de
tierra. Hay los pasajes escondidos con coloridos postigos que por las tardes se vuelven canchas de futbol o de pelota-paleta para
tantos borreguines que se animan a desafiar el circular de los automóviles. A
lo lejos alguien canta, quizás silva un tango de El Polaco y en el
club El Tábano, una pareja espectral, más antiguos que nosotros, se anima a
dejarse arrastrar por el deseo y la congoja de una milonga, en su canto de guitarra y su respirar fatigado en el bandoneón.
Justo ahí, en medio de tanta poesía en bruto, descubrí la novedad, el camino que me animaré a llamar: La
calle de los Rostros.
Mejor conocida como Estomba, una callecita que alguna vez
fue empedrada y que recibió su nombre en homenaje a Ramón Bernabé Estomba, un militar uruguayo que estuvo al servicio de la Argentina y que fue fundador de la ciudad de Bahía Blanca.
La calle Estomba se levanta diferente todos los días desde hace algunos años. Al principio desconcertando a los vecinos, las manos abusivas de un alguien, tiñó las paredes con arte rabioso que sangró como una infección. Estomba amanecía con el rostro de una mujer recién pintada, mirando hacia el Norte, mulata, de labios gruesos y sensuales, con sus cabellos atados; un trozo de enamorada del muro le besó los labios y la marcó para siempre.
Los vecinos reniegan. Se quejan, no
entienden, -esto es inaudito- escuché decir.
La calle Estomba se levanta diferente todos los días desde hace algunos años. Al principio desconcertando a los vecinos, las manos abusivas de un alguien, tiñó las paredes con arte rabioso que sangró como una infección. Estomba amanecía con el rostro de una mujer recién pintada, mirando hacia el Norte, mulata, de labios gruesos y sensuales, con sus cabellos atados; un trozo de enamorada del muro le besó los labios y la marcó para siempre.
El artista callejero deja su huella implacable en una firma.
Meses más tarde volverá, pero será la policía
quien los frene – no es uno, son dos! – dijeron los vecinos.
Las explicaciones sobraron y las intenciones se van al tacho. Los artistas se vuelven con sus latas de pintura, sus pinceles deprimidos llorando pintura.
Nada los detendrá. El mapa está marcado. Arremeten con fuerza
ciclónica. Imparables. Se vuelven magia popular y rencor de nostalgia en la Calle
de los Rostros. Las personas charlan. A los lejos alguien hace llorar una trompeta desde un balcón que hace eco entre las vías.
Las paredes desnudas, desprotegidas y ansiosas a la vez, esperan ser acariciadas; que alguien calme sus penas, las arrulle con lluvia de aerosol, una tiza blanca o un indecente pincel las surque por completo. Los vecinos parecen interpretar.
La magia se derrama una y otra vez como vómito reprimido, salivando pintura fresca sobre paredes agotadas que resucitan evocando los recuerdos mas tenaces de otras épocas, eructando sopor de poesía en las tardes perfectas cuando todas las personas caminan las veredas volviendo a casa. Ahora el arte les ilumina los ojos y los colores les despierta emociones dormidas – Los Primos hicieron otro dibujo en la esquina de Iberá y otro en en Tamborini–. La noticia corre. Algunos viejos salen con sus camisetas blancas y se rascan la cabeza mirando. Otro dibujo, otra pintura que esgrime una mueca desde alguna ochava o pared. Los curiosos tuercen la cabeza queriendo adivinar el garabato que dará lugar a una idea plasmada en la cabeza de Primos, como se hacen llamar los rapaces callejeros, ladrones de fachadas desprovistas de papel principal, le dieron identidad a una calle que no era muy diferente a otras tantas calles pero que ahora es especial y es única.
Las explicaciones sobraron y las intenciones se van al tacho. Los artistas se vuelven con sus latas de pintura, sus pinceles deprimidos llorando pintura.
Las paredes desnudas, desprotegidas y ansiosas a la vez, esperan ser acariciadas; que alguien calme sus penas, las arrulle con lluvia de aerosol, una tiza blanca o un indecente pincel las surque por completo. Los vecinos parecen interpretar.
La magia se derrama una y otra vez como vómito reprimido, salivando pintura fresca sobre paredes agotadas que resucitan evocando los recuerdos mas tenaces de otras épocas, eructando sopor de poesía en las tardes perfectas cuando todas las personas caminan las veredas volviendo a casa. Ahora el arte les ilumina los ojos y los colores les despierta emociones dormidas – Los Primos hicieron otro dibujo en la esquina de Iberá y otro en en Tamborini–. La noticia corre. Algunos viejos salen con sus camisetas blancas y se rascan la cabeza mirando. Otro dibujo, otra pintura que esgrime una mueca desde alguna ochava o pared. Los curiosos tuercen la cabeza queriendo adivinar el garabato que dará lugar a una idea plasmada en la cabeza de Primos, como se hacen llamar los rapaces callejeros, ladrones de fachadas desprovistas de papel principal, le dieron identidad a una calle que no era muy diferente a otras tantas calles pero que ahora es especial y es única.
Cuando paso por ahí, de día o de noche, no puedo evitar sentirme observado, mirado, cómplice
también. Las expresiones de aquellas
pinturas son rostros del arte, emoción, placer, dolor, suspiros, gritos, únicos. Silenciosos y expectantantes de nosotros
los de siempre que caminamos por esos lugares a veces distraídos, desde las
paredes se han vuelto observadores en primera persona de lo que pasa en esta
película que todos los días empieza y termina. Nos miran incansables, mientras
Primos vuelve a abrirle los ojos a otra pared sobre Estomba, o Calle de los
Rostros, como prefiero llamar.